Acostumbrados a leer sobre grandes gestas de Vietnam y startups exitosas creadas en garajes, hoy me dispongo a rememorar sin tapujos mis peores experiencias profesionales. Dentro del sector, claro está, pues aunque no todos seamos conscientes de ello, no hay nada más triste que un turno de noche.
[Descargo de responsabilidad: Los hechos relatados, si bien son todos verídicos y vividos en primera persona, no pertenecen a ningún cliente en concreto sino a una suma de varios. El motivo, aparte del de, lógicamente, evitar problemas, sería retorcer la experiencia hasta el paroxismo a modo de hipérbole humorística, de manera que cualquiera con cierto bagaje en el sector pueda verse reconocido.]
Año 2011, mes de septiembre. Tras regresar de Londres con una buena experiencia vital y profesional a mis espaldas, aunque con un conflicto vital y profesional inversamente proporcional, hago una entrevista en un piso franco en la Castellana, firmo un contrato en el intercambiador de Moncloa y me dirijo en dirección al cliente de cuyo nombre no me quiero -ni puedo- acordar.
Cuatro meses después, demasiados para acabar de obtener mi propio equipo (al menos ya no tendría que depurar código en folios) y puesto (al menos había eludido tener que sentarme en una cajonera), acabo saliendo escopetado tras haberse confirmado mis peores sospechas: allí no iba a aprender nada. O, al menos, nada bueno. Tal era el panorama que mi propia jefa de proyecto me espetó al informarle sobre mi decisión: «Tú que aún eres joven y puedes, haces bien en marcharte».
Y es que allí proliferaban dos perfiles: el del que al llevar la tira de años no sólo había naturalizado las condiciones del entorno sino que había logrado prosperar en el mismo hacia algún puesto de gestión, replicando por tanto todo aquello que le había llevado a alcanzar dicha meta; o bien, el del recién licenciado acomodaticio, sin demasiada motivación ni ambición. Y, aunque por supuesto que había excepciones, lo mejor de esos meses de peregrinación en transporte público al culo del mundo fue poder abordar Guerra y Paz de Tolstói.
Ni que decir tiene que juré y perjuré que nunca volvería. Pero los designios vitales son más fuertes que los principios de la artesanía de software, y ya con cierto bagaje como agilista se me ofrece un apasionante reto por delante: volver al lugar que suprimí de mi currículum vítae. A decir verdad, el proyecto suena ambicioso y ha pasado casi una década de aquello. Además, contamos con un Agile Coach transversal al departamento. ¿Qué podía salir mal?

Así, acompañado por un escuadrón de élite desembarcamos con esperanza y determinación dispuestos a ayudar a llevar a buen puerto su iniciativa dados nuestra experiencia y conocimientos. Pero ya desde el comienzo, el ambiente preparado, que diría Montessori, brillaba por su ausencia y ejercía más de Dementor que otra cosa, lo cual no dejaba de ser un fastidio. Por otro lado, no está bien claro quién es nuestro Product Owner, así que mientras tanto andamos enredando con la documentación existente y peleándonos con los accesos y demás burocracia.
Al cabo de unas semanas, finalmente se nos designa un Product Owner: un tipo con una carrera brillante pero que no solo no habla español -siendo la comunicación en inglés entre él y los distintos miembros del equipo más que deficiente- sino que siquiera reside en España. Concretamente, lo hace a 10.000 kilómetros. A pesar de este pequeño obstáculo, hay entendimiento mutuo y en cuanto puede se coge un vuelo con la intención de extraer un backlog mínimo y así meternos, por fin, en harina.
Pero esa semana, tal y como era de suponer, la tiene cargada de reuniones para alinear posturas, resolver dependencias, lograr apoyos y esas cosas que se hacen es las altas esferas. Por lo que, en lo que lamentablemente devendría en ser la tónica general, apenas compartimos tiempo con él más que para lamentarnos por no haber podido extraer un anhelado backlog que nos permita ponernos manos a la obra.
Y es que, aunque cada tres semanas o así el tipo se presenta en Madrid dispuesto a zarandear los viejos cimientos de la gran corporación con su «filosofía start-up» (sic) que redunda en los pequeños detalles y que, para más inri, en la casa empiezan a granjearle ciertos recelos, en todas y cada una de sus visitas nos dejamos en el tintero el asuntillo de dar forma a un backlog. Hasta que, ya sumidos en un cierto desánimo e impotencia, en lo que consideramos el colmo de la desfachatez, nuestro flamante PO nos insta a inferirlo nosotros mismos a partir de la tan vastísima como contradictoria información que a esas alturas manejamos. Ni que decir tiene que el backlog que le presentamos nunca termina de ser lo suficientemente bueno y comienzan a surgir ciertas fricciones.

¿Pero qué hemos hecho en todo este tiempo? Pues básicamente, buscarnos las habichuelas: En las numerosísimas reuniones a las que asistimos establecemos enlaces -descubrimos que el proyecto lleva metido en un cajón desde tiempos inmemoriales y que cíclicamente sale a la palestra- y damos con perfiles transversales y con gran conocimiento en la casa que nos orientan acerca de lo que se desea y cómo conseguirlo, eso sí, sin capacidad de decisión alguna. Nos movemos, pues, en un ámbito especulativo que nos lleva a estar en una fase preliminar continua de selección de herramientas, establecimiento del entorno, traducción de documentación, sondeo del mercado… Y, todo esto, realmente suena a más de lo que es.
Pero hemos mejorado como Josef K. dentro de su proceso y nos han ubicado en un edificio más acorde a nuestra manera de trabajar, donde básicamente no predomina el traje. Deberíamos estar felices por ello pero la frustración comienza a hacer mella y no entendemos qué nos ha llevado a cinco profesionales como la copa de un pino -sí, estamos en la fase de sacar pecho- que se mueve en una franja pecuniaria de 40-50K a estar haciendo un par de POCs durante cuatro o cinco meses.

La realidad es que vamos por libre, cuesta abajo y sin frenos, a pesar de tener una PMO paralela con sus cadencias ganttianas que no hace más que consultarnos fechas de entrega sobre algo que no sabemos aún qué demonios tiene que hacer. Un día, nos colamos en un kick off y entendemos algo sobre esas fechas: nuestro proyecto es la piedra angular de un plan pantagruélico de aquí a tres años. Y, claro, tampoco en la casa son tontos y ante la premura de dichas fechas decide hacer lo lógico: duplicar el equipo.
Y aquí es donde ya petamos, con la entrada de una consultora tiburón dispuesta a quedarse el pastel y que ve con malos ojos que sus recursos se relacionen con nosotros. Así pues, en un clima de hostilidad creciente, entramos de lleno en la fase de escarmiento, en la que básicamente nos enfrentamos a la cruda realidad: nos han contratado para humillarnos, para hacernos pagar por tantos años erráticos de trabajo agilista, condenados al ostracismo como el administrador de Cobol u Oracle de antaño pero sin su reputación y arrastrando a cuestas la cruz de nuestras herejías.

Pedimos salir. Han pasado la friolera de siete meses y la situación es ya insostenible. Contamos con el suficiente respaldo corporativo ante la evidencia de que allí, una vez más, no tenemos nada que hacer. Pero en un giro del todo kafkiano cuando replegamos velas no nos quieren dejar salir tan fácilmente. Y es sólo a través de un golpe de suerte -y de brutal honestidad por nuestra parte- que podemos hacerlo aprovechando un cambio de dirección del departamento.
Desde el punto de vista agilista, poco o nada, mucho coaching. Como técnicamente no hemos llegado a arrancar no hemos hecho más que una única Retrospectiva, post mortem, enfocada a sentimientos y en la que tiramos de autocrítica -qué podíamos haber hecho mejor- pero en la que también nos reivindicamos, pese a todas las dudas que nos han asaltado en todos estos meses. Revisamos nuestro PPP (Profesionalism, Pragmatism, Pride): ¿Fuimos profesionales? Mucho, tenemos la tranquilidad de haber hecho todo lo que estaba en nuestra mano por intentar ayudar. ¿Fuimos pragmáticos? También, sobre todo al retirarnos y no asumir nuestro trabajo como una jugosa sinecura. ¿Tuvimos dignidad? Pues también, aunque desde luego, intentaron mermárnosla.
Inspiraciones:
- La Guía de Scrum (Ken Schwaber y Jeff Sutherland, 2010)
- Software Craftsmanship Manifesto (2009)
- Ideas generales sobre mi método – Manual Práctico (Maria Montessori, 1928)
- El proceso (Franz Kafka, 1925)
- Ultraviolencia (Miguel Noguera, 2011)
- Hidrogenesse – No hay nada más triste que lo tuyo (2002)
- Yung Beef – Bebo champagne y lo tiro (feat. Los Jibaros) (2018)