Ada Lovelace tenía swag

Para la pequeña Ada

En la era victoriana, cúspide del gran Imperio Británico, el advenimiento de la Revolución Industrial provocó un seísmo de tales dimensiones en el organigrama social que propició que confluyeran en el mismo salón de baile las artes y las ciencias, eso sí, sin ensuciarse de hollín ni el tafetán, ni el cristal de Bohemia, ni el mármol de Carrara. Asimismo, la progresiva mecanización y el éxodo rural cambiaron el paisaje de las ciudades, brotando un torrente de ideas en torno a un nuevo mundo de metrópolis flanqueadas por enormes torres humeantes que, como bien describió Baroja, acrecentaría aún más la lucha por la vida y la dignidad del ser humano.

Valga esta burda introducción para contextualizar el convulso período en que nace una de las figuras con mayor magnetismo de la historia de la computación, Ada Augusta Lovelace, máximo exponente posible de este choque entre medraje y linaje anteriormente descrito, pues su madre, la matemática Annabella Milbanke, pertenecía a la más alta burguesía, y su padre, Lord Byron, el gran poeta, a la muy honorable Cámara de los Lores. Si Annabella abrazaba fervorosamente el unitarianismo, corriente cristiana escogida por las mentes científicas e industrializadas de la época en la que Dios se revela a través de la razón y la conciencia en lugar de mediante milagros y adoraciones, Byron, como buen romántico, más que buscar la razón como camino a la salvación, cargaba con la penitencia de sus pecados ahogándose en la ola de progreso y otros tragos.

No es objeto de esta entrada disertar acerca de cómo dos polos tan opuestos pudieron atraerse en tormentoso matrimonio, aunque lo cierto es que es fácil adivinar un arquetípico caso de amor heteropatriarcal en que la mujer acaba escaldada al intentar redimir y enderezar al crápula, seductor y, por qué no decirlo, apuesto partenaire. Pero lo cierto es que Annabella, en muchos aspectos protofeminista, no tragó demasiado tiempo y, habiéndose asegurado previamente de que su pareja no contaba con ninguna enajenación mental tal era el cariz de sus desmanes, decidió dar el paso hacia la separación tan sólo un año después de las nupcias y en pleno puerperio tras el alumbramiento de Ada, única hija legítima de Byron.

La prensa amarillista del momento, que había acompañado con escepticismo a la pareja desde su noviazgo, se frotó las manos con el caso y compitió por desenmascarar los detalles más depravados del gran poeta: los más que fundados rumores de incesto con su hermanastra Augusta Leigh, sus supuestos devaneos sodomitas (recordemos que la homosexualidad estaba castigada con la pena capital), las grandes juergas y dispendios que le habían abocado a la más absoluta ruina… Todo ello, claro está, con la anuencia de Annabella, a quien el escándalo le venía de perlas para reforzar su posición de víctima ante la opinión pública y asegurar de esta manera la custodia de su hija.

Finalmente, ante el acoso y la presión mediática, Lord Byron se autoexilia de su Inglaterra natal partiendo desafiantemente en un carruaje réplica del de Napoleón hacia Dover. Desde allí, zarpará días después hacia Italia y luego Grecia, donde fallecerá años después en Missolonghi al enrolarse a la causa nacionalista frente a los turcos, sin volver a ver a su hija nunca más y con la información bien racionada por su ex mujer, La Princesa de los Paralelogramos.

Achacando a Byron todos sus actos ignominiosos como fruto de su exaltada imaginación, Augusta somete a Ada a un régimen estricto de matemáticas y ciencias controlado por una recua de arpías y tutores con la clara consigna de suprimir cualquier rasgo distintivo de su padre. Pero bien porque la cabra tira al monte, bien por la enorme soledad que sentía, Ada se interesó desde una edad bien temprana por la música y el canto, los viajes, la poesía y el teatro, refugiándose una y otra vez en el resquicio de la mente en que se construyen castillos en el aire, especialmente los tres años que tuvo que guardar cama aquejada de una parálisis provocada por una dolencia extraña, quién sabe si somatizada.

Así, ávida por embarcarse en alguna aventura científica, y de la mano de la matemática Mary Somerville, su tutora de entonces, asiste a un encuentro en Londres promovido por el inventor Charles Babbage al que acudía la flor y nata de la era victoriana ingenieril. En esta velada Babbage mostró al mundo el prototipo de su Máquina Diferencial, que permitía la suma simultánea de una multitud de sumas simples, haciendo prescindible a todo un ejército de matemáticos conocido como “computadores”, y reduciendo, por tanto, el posible error humano. Una máquina ciertamente potente de cuyas posibilidades Ada quedaría obnubilada, pero no una computadora, sino una calculadora con precisión de hasta 31 decimales.

Parece el genoma de la computación, y en cierto modo lo es.

De regreso a su vida regulada y tras algún noviazgo vetado, Ada se casa con el científico y matemático Lord William King, descendiente del filósofo John Locke, en busca de su ansiada independencia. Sólo entonces fue merecedora para su madre de ciertas concesiones para con su padre, haciéndole depositaria de su famoso retrato vestido con el traje tradicional albanés. Y precisamente esposada es cuando Ada comienza a encontrar guiños biográficos en la literatura de éste, sintiéndose especialmente identificada en algunos aspectos vitales que le llevan al firme propósito de querer restaurar la honra de su padre a través de la ciencia.

Sin embargo, este propósito tendría que esperar. Tras su primer parto queda enseguida encinta, enfermando justo después de cólera, del cual tardaría un año en recuperarse, para inmediatamente después quedarse de nuevo embarazada. Pero corría por sus venas una inquietud que le llevaba a no conformarse con la vida que la época tenía reservada para su género, y no sólo no abandonaría su interés por las matemáticas, sino que decide retomar sus estudios y buscar un tutor: Charles Babbage. Así es como empiezan a colaborar juntos.

En todos estos años Babbage no había logrado que su máquina fructificara, entre otros motivos por disputas con su ingeniero, Joseph Clement, y por problemas de financiación. No obstante, andaba imbuido en un prototipo más avanzado y ambicioso que el anterior, la Máquina Analítica, un gigante a vapor de 14 metros de eslora para albergar nada más y nada menos que 1000 variables de entrada.

Planos de la Máquina Analítica de Charles Babbage, pura poesía

Sin embargo, lo que hacía netamente superior a esta máquina de la anterior no era su tamaño, sino una piececita minúscula fundamental en la historia de la informática, una clavija a modo de rama condicional que supone uno de los principios generales de la computación para poder definir flujos.

He aquí el quid de la cuestión

Para el diseño de esta pieza Babbage se había inspirado en el telar mecánico de Joseph Marie Jacquard de 1801, que utilizaba tarjetas perforadas para conseguir tejer patrones, lo más cercano al código binario de la época: donde la tarjeta estaba perforada pasaba la aguja, donde no, no. Ni que decir tiene que a Ada todo esto le voló la cabeza. Como curiosidad mencionar que Lord Byron había apoyado años atrás las protestas de los trabajadores de telares contra la automatización, las denominadas revueltas luditas.

Parece una computadora primigenia pero es el telar de Jacquard con sus tarjetas perforadas

En 1840 se reúnen en Turín los principales científicos italianos y deciden contar con un invitado de excepción, Charles Babbage, dando cuenta del trabajo expuesto el ingeniero militar Luigi Menabrea (que llegaría a ser primer ministro de la reunificación italiana) en la publicación científica suiza Bibliothèque Universelle de Genève dos años después. Sin embargo, el impacto de esta publicación en la comunidad científica inglesa era más bien reducido, y es por ello que al año siguiente, en 1843, el científico Charles Wheatstone, amigo tanto de Babbage como de Ada, sugiere a ésta que traduzca el artículo para la recopilación de publicaciones foráneas que estaba preparando Richard Taylor. Ada recoge el guante con entusiasmo, y envía su traducción a un atónito Babbage.

No se sabe bien si por la influencia que pudiera ejercer por su posición social o simplemente por la confianza depositada en su pupila, pero desde luego sí con algo de resquemor al despertar su trabajo más interés en el extranjero que en su propia casa, Babbage contesta a Ada que ya que conoce la máquina tan bien es una pena que se limite a traducir sin reflejar sus propias conclusiones, algo insólito, pues las mujeres no publicaban artículos científicos en la época. Y el caso es que colaborando estrechamente en su confección, las notas acabaron siendo sustancialmente más largas que la propia publicación original.

Es en la primera de ellas, la más metafísica y menos matemática, en la que Ada pone de relieve las diferencias entre la Máquina Diferencial y la Máquina Analítica, y las posibilidades computacionales que una tecnología capaz de tomar decisiones y que manipulaba símbolos en lugar de números podía ofrecer. De hecho, más allá de una simple calculadora, Ada supo vislumbrar ejemplos de uso, como el de la composición de música, que suponían una visión tan revolucionaria del invento que sorprendió al propio Babbage. Además, adjuntó una tabla de configuración a modo de programa para calcular números de Bernoulli.

Este escrito, firmado como AAL, la posiciona como la primera programadora de la historia, un polémico crédito, pues está claro que ese honor correría a cargo del propio Charles Babbage (de hecho Ada creó dicho «programa» basándose en sus fórmulas). Pero lo cierto es que sí es el primer programa informático publicado y, para más inri, firmado por una mujer, lo cual tiene ya de por sí doble mérito teniendo en cuenta que el primer tutor de Ada, el matemático Augustus de Morgan, fundador del departamento de matemáticas en la University College de Londres, trató de disuadir a su madre de introducir a Ada en las matemáticas más complejas por «la gran tensión de mente que exigen, más allá de la fuerza que el poder físico de una mujer puede soportar”. Que las mujeres, al casarse no podían disponer de su propio patrimonio y trabajar para ganarse su propio dinero estaba mal visto. O que Benjamin Woolley, el Jaime Peñafiel de los Byron, titule la biografía de Ada Lovelace «la hija de Byron y la novia de la ciencia».

Pero, de todos modos, el verdadero crédito inapelable sería el que le otorgaría el propio Alan Turing ya durante la Segunda Guerra Mundial, al llegar a sus notas 100 años después durante sus trabajos sobre detección de patrones: la dimensión de cruzar números y símbolos. Y la convergencia, no sé si en boga hoy día pero desde luego necesaria, entre ciencia y humanismo. Y así es de hecho como Ada se veía a sí misma, como una suerte de profetisa capaz de ver los mundos desconocidos que la ciencia podía penetrar, acuñando para ello un precioso término: poetical science.

A decir verdad, la publicación ve la luz y queda del todo intrascendente. Babbage, a quien algunos consideran el padre de la computación, nunca llegó a materializar ninguna de las máquinas que diseñó por no conseguir el suficiente apoyo institucional, y aunque había dudas respecto a si la tecnología de su época le hubiera permitido fabricarlas con el grado de precisión requerido, en 1991, año del bicentenario de su nacimiento, el Science Museum de Londres demostró que sí lo era.

Tras esta aventura fallida, la carrera científica de Ada supone un one hit wonder. Fruto de su diletantismo se interesó por los descubrimientos electromagnéticos de Faraday, intentando que fuera su mentor. En correspondencia con su madre dice estar trabajando en algo relacionado con música y números; en otra con Babbage, con quien mantuvo una relación de amistad hasta su muerte, se habla de un misterioso libro en el que muchos han fantaseado con ver un posible trabajo de matemáticas y apuestas deportivas con el objetivo final de esponsorizar la propia máquina de Babbage, especulación basada en la obsesión de ambos por recaudar fondos y en que Ada estaba haciendo uso de las matemáticas en sus apuestas, aunque no parece que le estuviera yendo demasiado bien.

Y es que la pasión que había depositado en la ciencia pareció volcarla, en una suerte de designio vital, en lo que había supuesto la ruina de su padre: las carreras de caballos. Hasta tal punto que acabó empeñando las joyas familiares y obteniendo una autorización de su marido para gozar de cierta autonomía sobre su propio patrimonio, adquiriendo unas deudas astronómicas. Por si fuera poco, a su precaria salud se unió la depresión, fruto de su insatisfacción vital, y sus dolencias estomacales crónicas, tratadas con vino y láudano, acabaron por provocar que cediese del todo a sus impulsos más byrónicos. Finalmente, un cáncer uterino y sus cuidados paliativos acrecentaron aún más sus adicciones en esta larga y agónica recta final de su vida.

Ada muere y su madre no asiste al funeral, una vez que consiguió que comulgase por toda una vida de pecados. Tampoco su marido, a quien en el lecho de muerte había confesado sus engaños con John Crosse. Y tampoco sus hijos, lejos como ella lo había estado de ellos en vida. Sin embargo, por primera vez Ada Lovelace se sintió acompañada, en la iglesia de Santa María Magdalena de Hucknall, Nottinghamshire, junto a los restos de su padre a cuyo lado pidió ser enterrada, curiosamente, a los mismos 36 años de edad.

Inspiraciones:

Publicado por Raúl Alonso

Scrum Master apostado en las trincheras del agilismo. No tengo Twitter.

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